Encontrábame yo, fatigado por el
trajín de la jornada, sentado sobre el piso de un vagón de tren, cuando,
decidido a bajarme cerca de la salida de la Estación San Miguel, avancé con
seguridad hacia los primeros vagones del San Martín. Llegando a Bella Vista,
detúveme pues había mucha gente delante de mí y opté por sentarme en un lugar
disponible, dado que mi equipaje era sobremanera pesado. Frente a mí, hallábase
un hombre de delgada figura, vestido con una levita color blanca de material
sintético y hablando a través de su móvil con una dama, de la cual no conozco
nada. El hombre en cuestión parecía poseído por mil demonios, pues en su rostro
dibujábanse muecas nerviosas involuntarias mientras su cuerpo bamboleaba de
manera ecléctica sobre su asiento. Figurábase su buen humor en la conversación
con la mujer del otro lado de la línea, pues entre las volátiles expresiones
que gesticulaba sin quererlo, aparecíase una rebosante sonrisa a la par que su
tono, amable y gentil, invitaba a pensar en un temperamento amistoso. Así,
púseme a oír un poco de la conversación que él llevaba adelante y me di cuenta
que tirábale a ella los perros… o bien hablaba de perros que tiraban cosas. Así,
oí decirle:

El hombre continuaba así la
conversación con su confidente, mientras no detenía sus torpes movimientos y
ademanes físicos. No comprendíale si la “cachorra” en cuestión era un espécimen
canino o una mujer (“su perra”). Si era esta última opción, juzgaríalo entonces
como un misógino; mas de ser la primera, seríale recomendable un tratamiento
psiquiátrico. ¿Acaso hallábame delante de un hombre capaz de decodificar los
ladridos de su can? ¿O solamente era un lunático que exhibíase en su absoluta
inadecuación de sí con el mundo frente a todos? Ambas son preguntas que jamás
podré responder con absoluta certeza. Y continuaba:
- La verdad es que estoy muy cansado
como para salir, pero me tiro una siestita cuando llegue a mi casa y si veo que
estoy con ganas, nos vemos a la noche, ¿dale?... Bueno… Bueno… Sí, sí… Dale.
Besitos. Te quiero.
Y así, dificultosamente, dispuso lo
mejor de sí para poder guardar su móvil en uno de los bolsillos de la levita,
mientras su rostro y su cuerpo continuaban contorsionándose alocadamente, como
una irracionalidad jacobiana. Veíanse con claridad y certeza cartesianas el
enorme esfuerzo que llevaba adelante para poder cumplir su cometido. ¿Lo
consiguió? ¡Por supuesto que sí! ¿Y yo qué? Bamboleaban en mis reflexiones
aquellas sentencias del magnánimo Arturo Schopenhauer, quien dijera en su
momento que uno siempre puede sentirse mejor consigo mismo refiriendo a la
desgracia ajena. (Un optimismo muy burdo, pero maravilloso). Pero, sin embargo,
perturbábame sobremanera que aquel sátiro que manifestóme toda su excentricidad
en menos de 5 minutos halló de una manera más que eficiente un espécimen para
la deposición de humores genitales. Así fue que bajéme, perturbado por las
contradicciones, en la estación San Miguel, la cual, por haber sido
reacondicionada, me dejó más lejos de la salida de la misma que si hubiera
permanecido en un principio estático.
Fragmento de ARAUJO, M., Niño Freud: Momentos cotidianos en el Conurbano Bonaerense o crónica del feudalismo, Buenos Aires: Eudeba, 2017.
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