Murió uno de los más contemporáneos
promotores de la posmodernidad en los medios de comunicación. Nacido del huevo
de una serpiente, peleó toda la vida por llegar a ser alguien. Irónicamente, lo
consiguió a través de su holgada billetera, mas ella no acabó nunca de
personalizarlo en un mundo primitivamente anónimo. Así, en su búsqueda
constante por llegar a ser alguien, instrumentalizó la tecnología a su alcance,
que no era otra que la cadena de montaje televisiva, y la humanidad lo conoció bailando por un sueño.
Siendo una de las expresiones más realizadas
del fantasear tilingo del nuevo rico y sus viajes a Miami, pronto su figura
impactante devino cáscara vacía y deshecho empresarial para Canal 13. Las
preguntas habituales sobre su condición sexual, sobre el origen de sus riquezas
o sobre la salud mental de sus hijos pasaron de hacerse a viva voz por la opinión
pública a resguardarse en la indiferencia típica del hombre promedio ante la
pobreza. Y es que si bien no era un hombre pobre,
sí se lo predicó como un pobre
hombre. Y así, destelló por instantes en su antigua casa, revelando cada vez
más misterios de su intimidad. Pero como los pantalones Oxford, estaba
condenado al paso de moda.
Sin embargo, no estaba dispuesto a
aceptarlo. Así, el hijo pródigo se marchó a América e hizo su propio show televisivo,
invirtiendo millones para mostrarse tal como quería: una encarnación de la copa
que derrama. Pero la cosa no salió bien y el programa fue levantado por su
escasa audiencia. Los sponsors nunca se interesaron. Él no podía solventar el gasto
total durante mucho tiempo y, así, nuevamente desapareció del aire otra vez.
Finalmente, enfermó de gravedad como
consecuencia de su consumo de morfina, que le impedía sentir el constante dolor
de las infecciones estomacales que le pudrían sus órganos con pus. Luego de un
viaje por el coma, del que se pensaba que no iba a volver, apareció un día
frente a las cámaras mostrando un rostro desnudo –su rostro desnudo-, carente de maquillaje, gel para el pelo y bronceado;
carente de vellosidad capilar y de cualquier tipo de cabellera: era la criatura
de Frankenstein. Pero a diferencia de ella, él comenzó a profetizar un místico
amor por la vida. Y luego no supe más de él sino gracias a algún flash
informativo, de esos que reviven hasta a los fantasmas. Pero ya no puede
revivir más. Se le acabaron las fichas en el arcade.
Y hoy lo recordamos porque, en
definitiva, más allá de su aberrante presencia –o bien gracias a ella-, pudimos
encarnar la condición humana posmoderna. Y así, reflejarnos un poco a nosotros
mismos. ¡Hasta siempre, Ricky!