Sex & the UBA

Érase una vez un joven aprendiz de psicoanalista llamado Niño Freud. Él quería saber qué había pasado con su madre, Gertrudis Sokolinsky de Freud, en el cuarto mes de embarazo de su hermano, Isaías Freud, muerto en la Guerra del Golfo. Ella conservaba desde aquellos tiempos obnubilados recuerdos de un pantano, uno cuya densa atmósfera hacía picar la nariz, erizar los vellos de la oreja, temblar las piernas, sudar los genitales y exclamar eufórica el nombre de… ¿de quién?
Niño Freud intentaba rememorar, pese a su deficiente conciencia, aquellas palabras que ella había dicho, aquellas las cuales desnudarían la verdad. Pero cada vez que se aproximaba a ésta, una fuerza subterránea se apoderaba de él y lo empujaba violentamente a las sombras. Sacudido por el hado y ciego de razones, se declaró católico-luterano, para luego caer en contradicciones que serían superadas en la sentencia especulativa del ateísmo. ¿Pero acaso en el ateísmo hay concepto?
Niño Freud olvidó a su madre, tomó su levita de un solo trago y corrió desnudo por los bulevares sin mirar para atrás: estaba cansado de las presiones de la vida conyugal con su canario; agotado de darle alimento a las quimeras sexuales que él mismo produjo; sofocado por el pesado cuerpo de Bertha Pappenheim y la mirada tan inquisidora como lasciva del Profesor Breuer, alzado en una de las esquinas del consultorio psiquiátrico. La expresión de una mancha de petróleo: una sonrisa y una voz sepulcral. Ahora, una bofetada…
Lou Salome y Paul Ree, devenido mujer por decisión de sus padres, se encontraban en frente suyo. Le dijeron que escapaban de Nietzsche, quien por aquel entonces visitaba cantinas preguntando por Dios. Niño Freud, consternado por la apariencia difusa de sus amigos, celebró su gentil visita golpeando a una jubilada en los tobillos. Paul Ree rio a carcajadas, orinándose encima. La joven rusa, por otro lado, comenzó a sacarse la ropa. Niño Freud la contempló con admiración, recordando que alguna vez había visitado el Kremlin y le había parecido grande.
- Sobre la mesa, Paul – ordenó.
Ree accedió sin cuestionar, temiendo el golpe del látigo. Lou lo acomodó con ternura y dejó fluir su imaginación. Niño Freud, en la esquina de la escena, creyó ver a su lado al Pepe Breuer, el cual sonreíale con extravagancia mientras apuñalaba a un niño. Pensó en filmarlo y vender cine snuff en 4chan… pero un grito desgarrador lo sacó de su letargo. Un descorazonado Nietzsche los mandó a todos a cagar y abrazó a su caballo Buñuelo.
- ¡Se van a cagar, putos! – repetía sin cesar mientras fotografiaba la escena con su móvil.
- Acá somos todos libres, Fede. Si no te gusta, ándate. No hay dios que me mande.
- ¡Eso es porque Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!
- Hay que hacerse cargo, viejo – sentenció Niño Freud, tirado del gatillo del revólver que tenía sobre la sien. Nada ocurrió: la bala estaba en otra recámara. Le entregó el arma a Deleuze, quien no dudó ni un segundo y se lanzó por la ventana con ella. Niño Freud siguió contemplándolos, perdido en Gertrudis e Isaías, perdido en sí mismo, desamparado de mundo.


RAJOY, M., Aventuras de Niño Freud y otros relatos tan posmo que meten miedo, Valencia: Pre-Textos, 2013.