Encontrábame yo, sumido en mi mundo de la vida, cuando el
colectivo detúvose en la terminal del Partido de Moreno. Sobrellevado por
repetición de la acción social, acomodé mi ligero equipaje y bajé con premura,
pues temía un llamado de atención del colectivero. La calle encontrábase
sobrepoblada por entelequias que colisionaban entre ellas por la prisa de
llegar a sus destinos. Intentaba orientarme en mi paso cuando a mi izquierda un
colectivo de la línea 311
aparecióse de súbito como un escorzo impositivo. Una figura delgada, a la cual
presupuse perteneciente a un ser humano, decoraba la puerta del vehículo sobre
la que estaba colgado con sublime gracia agitera, pese a que no lo acompañaba
ya nadie a esa altura del recorrido. En ese momento lo contemplé con deleite:
gorrito piluso color azul; remera del Club Atlético River Plate, genérica y con
el número 13 dibujado empleando un fibrón (de presupuesta complexión
indeleble); pañuelo a la altura de la comisura labial, mimetizando su empleo
con aquel otro habitual de los militantes de Quebracho. Semaforo en rojo. El
colectivo detúvose. En ese preciso momento, aquella manifestación de
enturbiados movimientos salta de su ubicación y muévese a lo ancho de la calle
a través del agite, como si éste fuera la causa de su movimiento locativo por
forma y no por accidente; mientras recitaba canciones de cancha que
recolectores de residuos urbanos, que por allí efectivizaban su servicio a la
comunidad en retribución de su sueldo, comenzaban a despedirse de sus
habituales acciones para acompañar en materia y espíritu a aquel otro. Así
ellos permanecieron hasta que el semáforo alterno sus colores en acompasando
ritmo urbano, devolviéndose a sí mismos a la alienación laboral en
contrapartida al espontáneo lumpenaje. Nuestro amigo, aquella figura de
aparente naturaleza humana, continuó sin embargo su rítmico agitar locativo
hasta que yo, perdido en el brumo de la gran ciudad, lo dejé atrás.