Érase una vez un joven aprendiz de
psicoanalista llamado Niño Freud. Él quería saber la raíz del deseo. Pero
saberla posta, nada de más o menos entenderla. Saberla en sentido hegeliano, es
decir, producirla, manifestarla exteriormente, como en un consolador o una de
esas vulvas de silicona que se venden en los mejores sex-shops. Niño Freud
estaba con sus amigos en una celebración; era el natalicio del Pibe Adler, al
cual tuvieron que hacerle una fiesta sorpresa porque, de lo inseguro que es, no
quería joder a nadie. Un boludo: fue un montón de gente… Igual lamentó que el
Joven Jung se fuera a ver a Charly García ese día y, por tanto, estuviera
ausente. Muy mal por el Joven Jung; dejó
la autoestima del Pibe Adler en el suelo.
La cosa es que Niño Freud estaba tomando
un fernet mientras parlaba sobre el precio de las vulvas de silicona con Lou,
que por esas épocas tenía hueso con
Paul Rée, cuando, de la nada, se apareció una pendeja por el living. Su figura
era saludable, quizás un poco robusta para el gusto estético tan refinado de
Niño Freud; sus cabellos eran dorados como el preciado tesoro azteca, sus ojos
disparaban miradas fugaces hacia toda la habitación con efervescente dinamismo,
revelándose de un fino color ámbar. Sus labios, pintados con delicadeza por un rush rojizo, seducían más que Julieta
Prandi en un sketch de Francella. Vestía una blusa negra y una pollera animal print: sí, estaba re gata. Lou,
cuya atención bamboleaba entre Niño Freud, quien ya se había clavado cuatro
fernets al hilo, y algún chongo que le diera fiesta, empezó a hablar de los
problemas de su vida conyugal. Así, le comenzó a revelar a nuestro héroe que
Paul Rée y ella no habían cogido nunca, pero que se hacían los fiesteros para
que Nietzsche no la siguiera acosando. Entonces él, con su habitual humor judío
made in Manhattan, le señaló que el bigotudo hacía más de 100 años que estaba
debajo de la tierra. Ambos rieron despreocupadamente. Y así, entre inquietos
cruces de miradas y nerviosas mordidas de labios, ella invitó a su confidente a
alejarse de la vista de todos para, entre besos y caricias, quedar ambos
desnudos y enganchados como perros.
Pero Niño Freud estaba en otra. No
es que la rusa no estuviera buena, pero no le fascinaba ni un poco que ella metiera látigo alegremente. No. Él estaba para algo más tranqui. A él le gustaba
más dominar… y siempre desde atrás. Y la pendeja rubia animal print estaba para hacerla mierda. Nada de eufemismos: sólo
chirlos en la cola. Por eso Niño Freud, habiendo consumado la ingesta de su
quinto fernet, pasó su manga de camisa por los labios para secarse velozmente,
e inflando su pecho del atrevimiento típico del más bárbaro inconsciente –o
subconsciente-, salió a cazar tigres al living.
- Hola – escupió.
- Hola – le respondió ella con
distancia, evitando el contacto visual.
Típico de mujercitas, de agrandadas.
La cosa estaba difícil, pero Niño Freud era un hombre de mil batallas, un
gladiador de primera hora. Por eso no desistió pese a esa postura desinteresada,
apática e indiferente de su interlocutora:
- ¿Querés tomar un fernet? –
aventuró.
- Gracias, pero si tengo ganas de
tomar, me sirvo – respondió ella secamente.
- ¿Cómo te llamas?
Y agitando su melena dorada, la
pendeja posó sus ojos inquisitorialmente en la mueca artificial que se dibujaba
en los labios de Niño Freud. Así estuvo tres minutos, o tres horas, o tres
años. Cuando, superada de su letargo, retomó la compostura, se disculpó ante
él: “Es que me dan unas ganas…”. ¿Ganas de qué? Niño Freud estaba confundido.
Tan confundido quedó que se retiró a la interioridad. Nada de charlas hoy. ¿Y
Lou dónde quedó? Se fue… a subirle la autoestima a Adler, seguro. Maldito
cumpleañero y su actitud sufriente para coger por lástima. Igual le sale bien.
Y entre divagaciones y divanes, Niño
Freud se apuñaló a sí mismo con una botella. Pero lo más absurdo es que no la
había roto antes, por lo que la herida no dejó de ser un pequeño dolor
ocasionado por el impacto de aquel objeto contundente. La chica animal print, quien había presenciado
tan confusa escena, se dio un pase de merca y lo volvió a saludar, pero esta
vez con un intenso chupón en el cachete. La situación era excitante y la sangre
brotaba del rostro sorprendido de Niño Freud, pues su compañera no era en
realidad una mujer sino una sanguijuela de pantano amazónico. Finalmente,
volvió a preguntar su nombre.
RAJOY, M., Aventuras de Niño Freud y otros relatos tan posmo que meten miedo,
Valencia: Pre-Textos, 2013.